Multinacionales como Drummond o Prodeco han extraído por décadas millones de toneladas de carbón en lugares como La Jagua de Ibirico, sin que las comunidades obtuvieran el desarrollo y los beneficios que esperaban. A unos kilómetros, en El Paso, la italiana Enel construye el que será el parque solar más grande del país. ¿Cómo debe darse el tránsito hacia energías verdes en zonas de alta dependencia económica de las energías fósiles y qué errores no pueden repetirse?
Félix Jiménez López alarga la mano para señalar los árboles que rodean el Parque Central de La Jagua de Ibirico (Cesar). Dice que desde que la empresa Prodeco –filial de la multinacional suiza Glencore– cerró las dos minas de carbón más cercanas al pueblo, los árboles están más verdes porque dejó de caerles carboncillo, ese polvo fino resultado de la explotación del mineral a cielo abierto y que se esparce por el aire caliente del corredor minero de la región.
Son casi las 4 de la tarde de un miércoles de inicios de agosto. Félix, de 50 años y presidente de la Junta de Acción Comunal del barrio El Paraíso, cuenta que antes se solía posar sobre el pueblo una nube de polvo negro, “como un toldillo”. Otros líderes comunitarios reunidos con Félix en un local de helados y café a un costado del parque, se le suman para contar que el clima está más fresco y que llueve más desde que cesó la explotación en esas minas. En marzo de 2020, con la cuarentena por el covid-19, las minas La Jagua y Calenturitas dejaron de operar.
En el primer trimestre de 2020, el último antes de la pandemia, la producción carbonífera de La Jagua de Ibirico representó el 45,6 % del Cesar. Cada trimestre se extraían entre 5 y 6 millones de toneladas de carbón. Después de la pandemia, en el primer trimestre de 2022, bajó a 1.469.203 toneladas, el 20,5 % del total departamental, según datos de la UPME. Allí todavía opera la empresa estadounidense Drummond, y aunque Prodeco dejó de explotar, aún tritura carbón proveniente de otras regiones, como Norte de Santander.
De manera anticipada y casi abrupta, La Jagua de Ibirico –que quizás hoy tiene un aire menos contaminado que cuando las minas de Prodeco operaban– debe imaginar otro futuro. Había organizado su economía y su vida alrededor del carbón desde hace más de 30 años y ahora se pregunta cómo seguir sin minería y cómo aprovechar la agenda hacia la transición energética que impulsa el nuevo gobierno.
“Nos equivocamos al poner todos los huevos en la misma canasta”, dice el alcalde del municipio, Ovelio Jiménez. “La recesión económica más grande que ha tenido el municipio en toda su historia es la que hoy estamos viviendo”, añade. Se refiere a la pérdida de empleos y al impacto en las finanzas públicas. El 95 % de operaciones de Prodeco en las minas La Jagua y Calenturitas estaba en jurisdicción de La Jagua de Ibirico, que recibía alrededor del 85 % de sus ingresos de las regalías de esta actividad extractiva. Perder ese dinero, dice, llevó a que el municipio bajara de categoría tercera a quinta, lo que implica recibir menos recursos de la Nación y perder importancia estratégica en la región.
“Necesitamos que se hable de transición, porque tiene que llegar en algún momento, ¿pero cómo reactivar la economía y qué empresa reemplaza hoy, de la noche a la mañana, 5 mil empleos?”, dice el alcalde. El desempleo en La Jagua ronda el 25 %, cuando antes de la pandemia estaba entre 8 % y 10 %, cuenta.
Imagen satelital de La Jagua de Ibirico y, cerca del casco urbano, la mina La Jagua.
Crédito: Google Maps
Pasadas las restricciones por el covid-19, Prodeco no reinició operaciones. Primero solicitó suspenderlas por cuatro años, pero las autoridades no accedieron. Ante la negativa decidió devolverle al Estado colombiano sus títulos –vigentes hasta 2035– porque “el reinicio de las operaciones mineras no resulta económicamente viable”, según dijo la empresa en febrero de 2021.
Tras varias negativas de la Agencia Nacional de Minería justificadas en que “existían obligaciones incumplidas” del Plan de Manejo Ambiental y resultaba “legalmente inviable”, esa entidad aceptó en septiembre de 2021 la devolución de dos títulos de la mina La Jagua y otro de Calenturitas. Quedó en la comunidad la pregunta de si realizarían las compensaciones necesarias por las afectaciones ambientales que dejó la actividad minera. Sobre esto, Prodeco nos respondió que de forma paralela al cierre “se está avanzando con la Autoridad Ambiental en la definición de un plan ambiental para la transición y cierre de la operación minera”.
“Nunca el gobierno nacional había tenido que decidir sobre ese tema”, cuenta Enuar Vargas, tesorero de Sintracarbón en La Jagua y quien trabajaba como operador de consolas en la mina Calenturitas. “Prodeco no ha subsanado los incumplimientos en las comunidades; en el tema laboral nosotros estamos en el aire”, dice. Habla de “una masacre laboral” porque solo 100 o 200 trabajadores tienen ahora algún tipo de amparo legal, agrega.
Prodeco no mencionó el número de despedidos, aunque reconoció que sus operaciones generaban más de 7 mil empleos directos e indirectos. Dijo que las necesidades de personal se redujeron “por la no realización de actividades mineras” y que implementaron “mayoritariamente” un programa de retiro voluntario que incluía una indemnización y pago de 12 meses de salario, lo que es visto por los miembros de Sintracarbón como un mecanismo de presión debido a las limitaciones legales para un despido de esa magnitud.
La Jagua de Ibirico queda a dos horas de Valledupar. Fue golpeado por la violencia producto de la presencia de guerrillas del ELN y las FARC y por la arremetida de los paramilitares, y hoy está bajo influencia del Clan del Golfo. Es uno de los 17o municipios más afectados por el conflicto y priorizados por los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET). Además del conflicto armado, el boom minero les cambió la vida. A mediados de los ochenta había una incipiente minería de carbón que se hacía con pico y pala y el mineral se usaba para actividades como la producción de panela. Fue la época de “la barbacha”, según Félix. Hasta esos años, La Jagua y ese corredor, del que también hacen parte Becerril, Codazzi, Chiriguaná y El Paso, tenían vocación agrícola. Además de cultivar, pescaban y cazaban.
“Del 84, 85 y 86 pa’ acá ya comienza la minería mecanizada, con equipos grandes, y fue creciendo”, cuenta Wilman Muñoz, empleado de Prodeco y sindicalista de Sintracarbón en La Jagua, que comenzó a trabajar en la minería a los 18 y hoy tiene 52 años. Entonces, el pueblo se volvió un “botín” de oportunidades laborales y la población se disparó, al atraer mano de obra de fuera: de 5.000 habitantes antes de la minería pasó a 36.000 en 2012 y a casi 60.000 en la actualidad.
En septiembre de 2021, el hoy presidente Gustavo Petro habló desde el Cesar de la necesidad de estudiar la transición de la economía de la región del carbón “hacia la energía limpia solar” y del “fortalecimiento de la universidad, la agricultura y la agroindustria”.
En algunos muros de La Jagua de Ibirico aparece aún la imagen de Sintracarbón invitando a votar por Gustavo Petro y Francia Márquez. Varios sindicatos del sector minero-energético se sumaron a esa campaña. El sindicalista Wilman Muñoz cuenta que ellos están buscando formación sobre la transición energética y que están de acuerdo en la necesidad de que el mundo abandone las fuentes de energía fósil, altamente contaminante.
“Antes de la pandemia no habíamos ni conocido qué era eso” de la transición energética, dice. Se preguntaban por el asunto laboral: ¿qué harían si las minas se cierran? Ahora se preguntan: ¿cómo hacer una transición justa cuando todavía dependen del carbón para sostener su economía? Para Muñoz una transición justa “es que se cumpla la normatividad y la protección de los territorios, que sea incluyente, participativa, que haya una responsabilidad social acorde a los efectos que genera esa actividad”.
Aunque el cierre de las minas de Prodeco en La Jagua no obedece a un proceso de transición energética, sí es un aviso de lo que puede suceder si esta no se planifica y de la presión que persiste a nivel internacional por la producción de carbón: en el contexto de la guerra en Ucrania y del déficit energético causado por esta, el precio de la tonelada de carbón se disparó de 45 a más de 400 dólares, lo que puede incentivar que se continúe explotando este recuerdo.
La profesora y economista Andrea Cardoso, directora del semillero de transición energética de la Universidad de Magdalena, ha investigado la economía política del carbón en La Guajira, Magdalena y Cesar junto con las comunidades que habitan en estos departamentos. Ella considera que hablar de transición energética implica tres dimensiones distintas: primero, la minero-energética, es decir, dejar atrás energías fósiles como el carbón, reconocer sus impactos socioambientales y repararlos; segundo, una democratización energética que pasa por la pregunta de a quiénes beneficia y cómo se conectan los territorios a la infraestructura energética sin dejar por fuera a las comunidades más vulnerables; y tercero, cómo hacerlo de forma amplia y participativa, asumiendo y enfrentando las desigualdades de género, raza y socioeconómicas que el modelo extractivista ha dejado a su paso. “¿Qué transición necesita cada comunidad?”, dice la profesora Cardoso, es una de las preguntas que deberían orientar la discusión desde cada territorio.
ENERGÍA SOLAR, PERO SIN CONSULTA
No lejos de La Jagua de Ibirico, a menos de 40 kilómetros pero a través de una carretera destapada por la que solo transitan con facilidad camiones, está el corregimiento La Loma, del municipio El Paso. Cuando llegamos, a principios de agosto, la vía para entrar al pueblo estaba bloqueada con llantas y troncos todavía verdes y con hojas que obligaron al conductor a maniobrar por un lado.
Justo antes evitamos otra vía, la que lleva directo al parque de ese poblado caliente y ruidoso, porque también estaba bloqueada a la altura de las oficinas de la Drummond, una de las multinacionales de carbón que tienen abiertos sendos boquetes por todo ese corredor minero para extraer el mineral y sacarlo hacia Puerto Nuevo, en Magdalena. “Es que la gente está protestando contra la Drummond porque no les da trabajo”, especuló desde el asiento de atrás uno de los sindicalistas que me acompañaron a La Loma.
Por esos días circulaban en la región mensajes con amenazas del Clan del Golfo y advertencias de horarios para la circulación. En la zona se hablaba de que los del Clan habían tratado de cerrar otra vía, pero que fueron repelidos por la fuerza pública y uno de ellos murió y otros dos terminaron capturados; de que un profesor fue secuestrado; de que días atrás dos venezolanos fueron asesinados; de que en el fondo es una cuestión de ‘limpieza social’ o de pugnas por el comercio de drogas.
En La Loma los habitantes dicen que tienen las minas “en el patio” de su casa. Una mirada a un mapa satelital les da la razón. Pero allí no solo están las mineras Drummond, Prodeco y Colombia Natural Resources (CNR, subsidiaria de una compañía estadounidense); ya comenzaron a llegar las energías no convencionales o también llamadas “verdes”, consideradas más amigables con el medio ambiente.
La multinacional italiana Enel tiene allí el que será el parque solar más grande del país: 400 mil paneles proyectados para 427 hectáreas. “La Loma es actualmente el parque fotovoltaico en construcción más grande de Colombia y representa un gran aporte al proceso de transición energética. Una vez entre en operación, producirá 420 GWh/año de energía por un periodo de 20 años y podrá suplir las necesidades de aproximadamente 370 mil ciudadanos”, dijo en mayo de este año Enel, cuando reportaba un avance del 70% en la construcción del proyecto.
Corregimiento La Loma, jurisdicción de El Paso, con las minas “en el patio de la casa”.
Crédito: Google Maps
La lideresa Hilda Arrieta vive hace 22 años en La Loma. Es representante de la Red de Mujeres de El Paso, parte del consejo comunitario afro Julio César Altamar Muñoz, de La Loma, e integrante del movimiento Cesar Sin Fracking. Para ella, ya se empiezan a tejer algunas continuidades entre la vieja economía minera y la nueva economía verde. El hecho de que su comunidad no fuera tenida en cuenta en la consulta previa del parque solar indica para Arrieta que esta empresa “llegó con la misma lógica” que han tenido las empresas mineras por décadas.
“Nosotros no vemos la transición por ningún lado”, dice la lideresa de 55 años. Cuenta que cuando la minería llegó se les “llenó el ojo” pensando que les llevaría prosperidad, pero que la experiencia les ha demostrado lo contrario. Además, cuando llegó la explotación, todavía no tenían aval como consejo comunitario y por eso no hubo consultas previas.
“Enel Green Power —constructora del parque solar— tampoco nos hizo consulta previa”, añade. La razón, dice, es que no reconocen que ese territorio sea de negritudes, pues todavía no tienen titulación colectiva, en lo que están trabajando. El parque solar, según ella, quedó en el centro de las zonas ancestrales de las negritudes, en la vía Potrerillo-La Loma. Consultamos a la empresa al respecto, pero al cierre de este artículo no habíamos recibido su respuesta.
Según la profesora Cardoso, de la Universidad de Magdalena, la actual política de transición energética del país (Ley 2099 de 2021, que modifica la 1715 de 2014) no tiene un enfoque de justicia, sino de crecimiento económico. Para ella, se trata de una “transición corporativa” que busca “seguir con lo que venía haciendo el Código de Minas: abrir horizontes a que grandes empresas instalen en territorios parques solares y eólicos”, lo que los críticos han llamado “extractivismo verde”. Es decir, otro modelo en el que se extraen los recursos naturales de un territorio sin beneficio para las comunidades que lo habitan y con poco para el Estado.
Arrieta se pregunta de qué les sirve que haya energías limpias en su corregimiento si tienen “la luz más cara”. De hecho, el alcalde de La Jagua se hacía la misma pregunta: ¿cómo pueden tener “el servicio de energía más caro” y uno de los menos eficientes con generación tan cerca, dentro de su territorio? Dice que incluso en barrios vulnerables llegan facturas por hasta por $200 mil, y en otras zonas, hasta por encima de $800 mil. Además, todo el carbón que se extrae se exporta.
Aunque esos precios obedecen a un problema estructural de la Costa Caribe, proyectos como el parque solar no se conectan a su entorno inmediato. Así, aunque pueda proveer de energía a la totalidad de una ciudad como Valledupar, según la misma empresa, la energía generada va directamente al sistema nacional.
Para Arrieta la compensación mínima que debería recibir una comunidad como La Loma sería tener paneles solares para proveer energía directamente a los hogares. Además, dice que esperarían que la llegada de estos proyectos, tanto de energía renovable como no renovable, se reflejara en oportunidades de empleo para los lomeros, pero que tampoco sucede. “Ellos dicen que el personal de aquí no está capacitado, lo que le dan a la gente es que vaya a cavar huecos o a hacer mezcla, y vulneran el derecho de las mujeres también, porque solo necesitan hombres”, dice.
Según la página web de la empresa, de 700 personas contratadas, 120 son mujeres y el 72 % son del departamento del Cesar.
Como en otros territorios, la minería llegó a El Paso, cambió profundamente sus rutinas y su vocación, y sacó provecho del extractivismo con poca participación de la comunidad. No quieren que vuelva a ocurrir lo mismo con los proyectos que vengan. “A la población campesina es a la que menos se ha tenido en cuenta. A pesar de que hemos sido afectados de forma directa por la explotación minera, porque nosotros los campesinos fuimos despojados de nuestro suelo, de nuestras costumbres, de nuestras raíces”, dice Madeleinis Castillejo, representante de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (Anuc) en El Paso.
Castillejo cuenta que la vocación agrícola del corregimiento se fue casi por completo con la minería, que no hubo ningún proyecto para que los campesinos pudieran adaptarse sin cambiar de oficio, ni para que sus productos agrícolas fueran comprados por las multinacionales que llegaron.
Por su parte, Arrieta recuerda: “Cuando yo llegué aquí se iba la luz a las 10 de la noche, pero se vivía mejor, se dormía en las terrazas, nos sentábamos allá afuera. Hoy en día ya no lo podemos hacer” por problemas como la inseguridad, el microtráfico, la prostitución y el consumo de drogas que se han incrementado en el corregimiento. Arrieta calcula que cuando llegó, el corregimiento tenía unos 1.500 habitantes y hoy son más de 26.000 por cuenta de la minería.
Con escepticismo, Arrieta cree que es necesario un cambio y que varias comunidades del corredor minero esperan que suceda con el gobierno de Gustavo Petro: “La gente está esperando que el presidente actual y su gabinete hagan lo que otros gobiernos no han hecho. Si este gobierno no cumple lo que prometió, la gente va a quedar decepcionada”.
BOQUERÓN, ENTRE LA POBREZA Y LOS INCUMPLIMIENTOS
Si La Loma podría representar el futuro de otra energía, la solar, el corregimiento de Boquerón, en La Jagua de Ibirico, retrata la cara más amarga de lo que ha significado el pasado minero. Para llegar a Boquerón se toma la vía a La Loma, en dirección opuesta a la Serranía del Perijá. A lado y lado de la carretera los avisos que indican minas se alternan con zonas de vegetación densa en las que a veces aparecen, desordenadas, palmas silvestres y otros arbustos, y otras veces, en orden de formación militar, filas de palma de aceite.
Hasta hace un par de décadas, ese paisaje era una planicie, pero ahora se levantan colinas artificiales en casi todas las direcciones. Son arrumes del material de la actividad minera, que vuelve a los boquetes cuando estos ya se han agotado. Aunque están parcialmente recubiertos de verde, sobre ellos crecen pocos árboles. Wilman y Enuar, los sindicalistas, dicen que son restauraciones apenas paisajísticas, pero estériles.
Boquerón es un caserío con suelos de tierra color naranja y casas sencillas de fachadas ajadas por la “onda expansiva” de las explosiones mineras, según dicen los pobladores. Las actividades mineras de Prodeco en Calenturitas, la mina más cercana, fueron adjudicadas en 1989. Por los impactos ambientales, la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales, ANLA, ordenó en 2010 el reasentamiento de más de 550 familias de esa comunidad negra (resolución 970 de 2010). Esa decisión bloqueó cualquier inversión pública, pues podía incurrirse en algún tipo de detrimento patrimonial. Sin embargo, tras una década de espera, de censos y caracterizaciones, hace dos años –cuando Prodeco dejó de operar Calenturitas– otra resolución de la ANLA, la 640 de 2021, indicó que el reasentamiento no era necesario porque ya no se evidenciaba contaminación en el aire.
Solo entre 2017 y 2019, Prodeco sacó cerca de 46,3 millones de toneladas de las minas La Jagua y Calenturitas, según información de esa misma empresa, y pagó billones de pesos de regalías en Cesar y Magdalena.
El corregimiento Boquerón, de La Jagua de Ibirico, y su cercanía con la mina Calenturitas.
Crédito: Google Maps
Los millonarios recursos que representa la explotación minera contrastan con las condiciones de vida de los poblados de donde salen los minerales. “Tenemos agua, pero no apta para el consumo humano”, dice Hilario Vega, de 53 años y uno de los líderes de la Junta de Acción Comunal de Boquerón. Se abastecen de un pozo subterráneo. También cuenta que no tienen gas y que la electricidad es “muy mala” porque el fluido se interrumpe casi todos los días. Además, construcciones como el centro de salud y el colegio tienen grietas en columnas y paredes que saltan a la vista, atribuidas a los “sismos” causados por la explotación minera.
Vega cuenta que es pescador, pero luego corrige: “Era pescador, hasta que existió la pesca”. Hace 15 o 20 años dejaron de pescar por las afectaciones de la minería a los ríos. Las aguas se contaminaron y los ríos pierden su cauce en invierno y solo reaparecen en las épocas de lluvias. El presidente de la JAC, Bernardo Ospino, destaca la importancia que tenía la agricultura. “Este era un territorio baldío, donde nosotros en cualquier parte podíamos rozar y cultivar. Nosotros vivíamos de los ríos Tucuy y Maracas”, que eran las despensas de proteína “sin costarnos un peso”. Se transformó la vocación económica de ese poblado tradicional, donde hasta la llegada de las grandes explotaciones tenían economías de trueque y sustento.
Desde la esquina donde están su casa y su tienda, Zeneida Martínez, de 63 años, muestra las grietas de unas estructuras que, según dice, no tienen más de 10 años de haberse construido. Las fachadas agrietadas son comunes en Boquerón. Ella es la presidenta del Consejo Comunitario Casimiro Meza Mendoza, Coconebo, y cuenta que cuando llegaron las mineras no estaban constituidos como consejo, por lo que no tuvieron proceso de consulta previa. Se constituyeron en el 2012.
A ella, la idea de una transición energética le suena lejana. Dice que le cuesta imaginar que el carbón se vaya a acabar pronto, porque es posible que aún haya zonas por explotar. “Yo creo que es mentira que vayan a dejar de explotar acá”, sentencia, con dificultad para imaginar otro futuro posible.
Para Ovelio Jiménez, alcalde de La Jagua de Ibirico, ese corregimiento representa “un símbolo del modelo económico equivocado que se implementó a raíz de las explotaciones mineras”. Ahora su administración está impulsando en ese lugar un proyecto de energía solar para el cual aún no han encontrado financiación.
IMAGINARIOS DE LA TRANSICIÓN EN TIEMPOS DE PETRO
Aunque con escepticismo por parte de las comunidades, desde el año pasado la organización Diálogos Improbables adelanta en el Cesar el proceso “Grupo de diálogo improbable sobre el futuro del corredor minero del Cesar”, en el que participan las empresas mineras, universidades y representantes de sectores como el sindical y el campesino. Algunos líderes del territorio creen que este diálogo es impulsado por Prodeco y manifiestan desconfianza al respecto. Sin embargo, este proceso arroja hasta ahora unos acuerdos iniciales como reconocer que las causas del momento que vive el Cesar son “estructurales, variadas y complejas” y que la transición implica corresponsabilidad entre actores locales y regionales. “El mundo necesita migrar hacia una matriz energética menos lesiva para el planeta y que no amenace las posibilidades de supervivencia de la especie”, se lee allí.
El gobierno de Gustavo Petro fue elegido, entre otras, con la promesa de llevar a cabo una transición energética paulatina. Ha planteado no otorgar más licencias de exploración de petróleo ni gas e incluso el nuevo gobierno ha hablado de que el Estado les compre carbón a los mineros, como dijo la ministra de Ambiente, Susana Muhamad. Los sectores sociales alrededor de la minería en el Cesar le apostaron a esa propuesta. Creen necesaria la transición y quieren hacer parte de ella.
Ovelio Jiménez, alcalde de La Jagua de Ibirico, dice que la transición le genera incertidumbre porque no tienen claridad de cómo va a ser. “No conocemos al día de hoy un plan definido de ese proceso de transición minero-energética en el Cesar”, señala. Para él, la conversación pasa por tener respuestas urgentes sobre la reconversión productiva y la diversificación económica en el territorio. No se trata solo de cómo se reemplaza el carbón o el petróleo, sino de qué va a reemplazar la dependencia económica minera instalada a lo largo de tres décadas en la región, pues el 41 % del PIB del Cesar proviene de la explotación de minas, según recoge el documento de Diálogos Improbables.
Las personas con las que hablamos en el corredor minero también se imaginan la transición energética, pero un líder que prefirió no ser identificado porque ha sido amenazado nos dijo que esta idea de cambiar la matriz energética no hace parte todavía de la conversación cotidiana en municipios como La Jagua de Ibirico, Becerril o El Paso. Y que nadie, ni el Estado ni las empresas, ha buscado hacerles partícipes de lo que se viene pensando sobre la transición. Lo que saben lo han aprendido por sus propios medios y gracias al acercamiento de instituciones como la Universidad de Magdalena, según nos contaron los líderes de la región.
También reconocen un dilema: la minería les trajo conflictos e impactos, pero dejarla por completo podría dejarlos a la deriva, como está sucediendo en La Jagua. Para la lideresa Hilda Arrieta, de La Loma, es mejor que la minería se vaya: “Si se van, [nos] quedamos sin nada, pero al menos nos queda la salud”, sentencia. Se refiere a las afectaciones para los habitantes, y sobre todo para los empleados de las mineras, quienes se quejan de problemas respiratorios, afecciones osteomusculares, distintos tipos de cáncer y otras enfermedades complejas.
La transición energética, dice Arrieta, pasa no solo por la reducción de la contaminación y por reformar el actual modelo, sino sobre todo por una palabra en la que insiste: cumplimiento. Que se cumplan los compromisos que el Estado y las empresas han adquirido a lo largo de estos años de “oro negro”.
Algunos antiguos trabajadores de Prodeco han regresado por su propia cuenta al campo y han recuperado la vocación agrícola perdida. La Jagua tiene pisos térmicos entre los 150 y los 3.000 metros sobre el nivel del mar. En la Serranía de Perijá, que limita con Venezuela, hay campesinos e indígenas yukpa, pero el modelo de desarrollo extractivista de la región no los ha tenido presentes. Al contrario, amenaza con adentrarse también en ese territorio.
Desde Boquerón, Bernardo Ospina, exempleado de una minera, espera que la llegada del gobierno de Gustavo Petro permita que sean vistos “con una perspectiva más humana”. Dice que la minería “es importante”, pero que hacerla bien significa que sea “compatible con el ser humano y con la naturaleza”. Desde su comunidad reconoce que la transición energética es un “problema global”, que llevarla a cabo sería “un gran alivio no solo para Colombia, sino para el planeta”, pero también plantea la necesidad de una reconversión productiva. “Ojalá que este gobierno empiece por los territorios, empiece por las comunidades. Cada territorio es diferente, las condiciones en las que vive y en las que necesita vivir son diferentes”.
Este artículo fue publicado por Mutante en el marco del proyecto #HablemosdeTransiciónEnergética, con la financiación de la Fundación Heinrich Böll, Oficina Bogotá